AGENDA MUJER Y TURISMO

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miércoles, 8 de junio de 2011

Perderse en NY ( II parte)

Continuamos con nuestrto particular cuaderno de viaje, relatado desde la experiencia personal de una mujer empresaria de turismo como usuaria/viajera en NY. 
Si no leíste la Primera parte, puedes pinchar aquí.

Creo que ahora me estoy adentrando en Chinatown, lo se por la cantidad de chinos que veo, no porque me haya reconciliado con el mapita de marras, que por cierto llevo hecho un gurruño porque se ha mojado y ya no puede doblarse por los pliegues de serie.

En este momento hago un alto en el relato para citar la segunda ventaja de perderse en NY: aceptar con agrado los regalos que el Universo va poniendo en tu camino-

A estas alturas de ir y venir por el Downtown, he hecho más kilómetros que en el Camino de Santiago y tengo los pies rotos.
A paso de peregrina reventada, me voy adentrando en Chinatown y encontrando con un montón de locales de masaje tradicional chino. Todos tienen un cartel parecido: masaje de pies y espalda, 30 minutos, 20€. Justo lo que necesito.

Me dejo llevar por mi intuición y accedo a uno de ellos que se encuentra ubicado en el sótano, por unas empinadas escaleras. La estética del garito deja mucho que desear. Me recibe un tímido chino, que yo bautizo instantáneamente como “Pequeño Saltamontes”. Es delgado y barbilampiño. No habla casi inglés, pero tiene una inteligente mirada de zorro que corroboro ipso facto porque cuando pronuncio la palabra masaje, me coge del brazo y me arrastra al interior sin darme opción a pensármelo dos veces.

Ay madre, a ver donde me he metido. Intento detener mi mente, que ya ha redactado varios titulares de prensa sensacionalista, desde “Trata de blancas de mujeres de mediana edad”, hasta “Mafia china camuflada en negocios de salud”.

El chino me hace gestos para que me cambie de ropa. Me viene bien que no hable inglés así no tengo que aguantar cháchara innecesaria, pues no estoy de humor.
Pequeño Saltamones parece estar dotado con un poder telepático porque intuye perfectamente lo que me duele, donde y como tiene que apretar. Me encuentra con facilidad pasmosa todas las contracturas tensionales, que dada la mañana perruna que he tenido, proliferan en mi espalda como setas de otoño. Es todo un profesional.
He contratado un masaje de 30’ pero cuando termina la espalda, le pido que siga con los pies porque siento los juanetes palpitar como a punto de un choque anafiláctico.

Yo de vez en cuando me quejo con un leve UFFFF, él capta el mensaje y presiona más fuerte, luego cuando yo emito algo parecido a AHHH, él afloja. Que gusto poder comunicarse con este lenguaje sin fronteras, casi onomatopéyico.

Cuando terminamos me intenta explicar no se que, en un inglés mandarín o cantonés. No le pillo nada. Llama a la novia que  pronuncia muchísimo mejor y que investimos inmediatamente como interprete del grupo.
La conclusión es que si quiero tener la espalda sin dolol tengo que dolmil en el suelo, sin colchón. Lo que me faltaba. Me quedo aturdida con la noticia.
Los chinos aprovechan mi estado de confusión, se confabulan contra mi, me hablan a la vez, me aturden, me tocan la espalda, me preguntan, me lían, me aturullan…. Al final de la jugada, contrato otro masaje para la próxima semana.

Como el masaje del Pequeño Saltamontes me ha rebiscolado decido quedarme a comer en Chinatown. Entro en el primer restaurante que me encuentro. No estoy para caminatas. Cuando ya estoy sentada, me doy cuenta que soy la única occidental. Me siento exótica y pongo cara de interesante.
El camero me da la carta. Pido sopa agripicante.
Está buena pero la falta sal. Le tiro un poco. No lo noto. Le pongo más. Nada. A la tercera vez, el camarero huevon que lleva un rato sonriendo en la esquina, viene a decirme que me estoy echando azúcar. Si es que lo tenéis todo escrito con ideogramas, un poquito de globalización no vendría mal ¿digo yo?.
Me como la ex sopa agripicante ahora convertida en sopa dulcepicante, porque el camarero no ha hecho el mínimo ademán de cambiarla.

Salgo del restaurante y me encuentro con un salón de belleza. Entro a preguntar, más por curiosidad que por otra cosa y de nuevo, sin darme cuente, ya me han tumbado en una camilla para un tratamiento facial. Estos chinos no habrán estudiado un MBA pero tienen el marketing más agresivo y eficaz que visto en mi vida. Una vez dentro del negocio, estas perdido.

El salón de belleza es bastante peculiar; una sala común con varias camillas colocadas en fila. De fondo suena un hilo musical con los Top Ten clásicos de ascensor.

La esteticien china me empieza a poner cremas y mascarillas y yo me voy quedando relajada, relajada.
Seguidamente me envuelve la cara con papel film de cocina. Siempre hay una primera vez para todo.
Paulatinamente voy entrado en un estado de modorra profunda.
De repente sobre el hilo musical destacan dos sonidos graves. Las dos chinas de mi lado se han dormido y roncan de lo lindo.
La esteticien empieza a masajearme cara y cuello. En algún momento paso de la modorra al letargo. Intuyo que ahora son 3 los ronquidos que sobresalen sobre el hilo musical.

Cuando me despierto, la china me ha quitado el film de la cara y me ha puesto un espejo delante. La verdad es que la piel ha quedado muy muy bien. Cometo la imprudencia de decir MUY BIEN dos veces y en voz alta. La china se agarra, como naufrago a una madera, a esta declaración y me intenta vender un pack de 10 tratamientos. Le digo que no, que no me hacen falta. La china que si, que tengo la piel deshidratada. Que no me hace falta. Que si, que no, que si, que no … estoy agotada. Tras varios minutos de regateo, acabo comprando un bono de 5 tratamientos.
Como un corredor de maratón al que le quedan 200 metros para llegar a la meta, saco fuerzas de no se donde y salgo disparada de Chinatown porque ya no me fío de lo que estos chinos marketeros me pueden vender.
Continuará...
Cristina Monzón

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